El 5 de diciembre, convocadas por el proyecto “El CAB viaja”, 9 chicas de +60 y -80 partimos hacia el Parque Nacional Perito Moreno en Santa Cruz. Nos acompañaron, cuidaron y malcriaron tres hombres atentos, abnegados y muy profesionales: Tomás Bein, Jean Studler y Gonzalo Osores Soler. Grandes conocedores de la zona, ya durante la ida se fueron ocupando de nuestro máximo aprovechamiento del viaje: paramos en la Cueva de las Manos, nos recomendaron el Museo de Perito Moreno y tuvieron la paciencia de parar cada vez que nos entusiasmábamos con fotografiar guanacos, choiques, cóndores y toda la belleza de la estepa florecida.
Recorrer el Parque con ellos fue un privilegio, ya que formaron parte del equipo que construyó la red de caminos y refugios. Esas picadas fueron diseñadas con criterios de sostenibilidad ambiental y disfrute para los senderistas. Cada refugio que ocupamos y su zona de acampe aledaña estaban instalados en bahías del lago Belgrano, protegidos del viento
Pasamos la primera noche en el refugio René Negro, pequeño, acogedor y rodeado de paramelas florecidas y lengas bajas llenas de llao-llaos, donde le cantamos el feliz cumpleaños a una compañera. Esa noche nos dormimos escuchando relinchar a los guanacos a poca distancia de nosotros. Al día siguiente partimos hacia el refugio Tucúquere, otra sorpresa de belleza, donde no logramos ver tucúqueres pero sí otros representantes de la fauna: los mosquitos. Los mantuvimos a raya cerrando las puertas del refugio y el domo.
Después nos dirigimos al refugio Angostura. Esa noche tuvimos la única lluvia fuerte de la travesía. Amanecimos con un arcoíris hermoso y comenzamos a caminar hacia el refugio Azara, ubicado en el límite de la zona intangible, dejando atrás el lago Belgrano. Conocimos el extraordinario salto de Azara, que une a ambos lagos y nos quedamos largo rato contemplándolo, con esa fascinación que producen el agua, la espuma, el ruido del torrente. Allí encontramos cartas y hubo una inolvidable noche de truco, que terminó en la gran trasnochada: a las 12 nos fuimos todos a dormir.
A la mañana, emprendimos el retorno por el circuito que formaban estos refugios.Ese día superamos el máximo desnivel de la travesía. El buen diseño de los senderos y el excelente manejo de nuestro guía lo hicieron fácil. Esto, sin olvidar los pic-nics y sándwiches que nos preparaban los muchachos y que no sólo sirvieron para reponer energías sino, tal vez, para acumular algún kilito de más.
De vuelta en el refugio Tucúquere pasamos una noche animada y antes de irnos, descubrimos un nido de cachañas que había estado todo el tiempo en un árbol muy alto, justo enfrente del refugio. Claro, no era fácil escuchar a las cachañas, nosotras conversábamos más que ellas.
Volvimos al inicio del recorrido bajo un viento de una intensidad que pocas veces habíamos experimentado la mayoría de nosotras. Todo el tiempo hubo viento en la travesía pero ese día sentimos la fuerza de la naturaleza como ningún otro. Incluso hubo quienes, en medio de tanta caminata tuvieron un plus y aprendieron a volar. Para poder almorzar tuvimos que encontrar un lugar reparado, detrás de unas rocas, dese donde veíamos cómo el viento levantaba el agua de la laguna y salpicaba un tramo de la picada por donde tuvimos que pasar, obviamente salpicadas, un rato después. Fue una experiencia de mucha adrenalina y, después de sorteada sin que nadie sufriera ningún daño, una anécdota divertida para recordar.
Esa noche la pasamos en la estancia La Oriental, donde nos bañamos, perfumamos, comimos en una mesa de lo más civilizada y dormimos en camas: ¡un lujo! Mientras estábamos allí, el clima se siguió descomponiendo y decidimos no avanzar hacia los refugios que teníamos reservados en la Península Belgrano. Permanecimos un día en unos domos muy bien equipados que el Banco de Bosques tuvo la gentileza de prestarnos, viendo nevar y tiritando cada vez que nos asomábamos para ir al baño.
Desde allí hicimos salidas cortas: al lago y río Volcán, a lo que queda de la vieja estancia El Rincón, donde funcionaba un museo que ahora está cerrado y al primer refugio de la Península Belgrano, el refugio Huala. La verdad es que a todas nos daban ganas de seguir caminando pero también entendíamos que no tenía sentido enfrentar las condiciones climáticas adversas que estaban pronosticadas hasta el final de nuestra estadía. La montaña va a estar siempre allí y las personas tenemos que saber discernir cuándo conviene volverse.
Mientras volvíamos, seguimos disfrutando: nos detuvimos a observar fósiles marinos incrustados en unas rocas que hubieran pasado desapercibidos, de no ser por su conocimiento del entorno y, como detalle final, ya en la ruta 40 ingresamos en Tierra de Colores. Allí hicimos una caminata corta para apreciar el paisaje y, por supuesto, sacar fotos en cantidades.
En resumen, pasamos unos días extraordinarios e inolvidables. Caminamos, vadeamos arroyos, cargamos mochilas desafiantes, dormimos en refugios, carpas y domos, prestándonos aislantes y colchonetas, hizo frío, calorcito, hubo chubascos, nieve, viento constante, subidas, bajadas y todo lo superamos como grupo, a medida que transitábamos por esa naturaleza áspera y hermosa. Tuvimos el privilegio de hacerlo en compañía de este equipo de hombres que no sólo demostraron solvencia en la montaña, sino que nos fueron transmitiendo a cada paso su amor por el lugar y por el trabajo que habían realizado para hacerlo accesible a otras personas.
Todo valió la pena y nos dejó un saldo de alegría y recuerdos imborrables. Por eso, invitamos y animamos a otros socios a que se sumen a tener esta experiencia, cuando el CAB vuelva a viajar.
El grupo estuvo integrado por Nidia Hardt, Analí Cassinelli, Mónica Lavandeira, Ana Rosa Wirsch, María Elvira Zocchi, Silvia Alejandra García, Silvana Visconti, Helgamaría Sisa y Corina Fertonani.


