Va un relato a cuatro manos: una selección de momentos y aprendizajes, apenas una pincelada, aunque, algún día, delante de un fuego, podamos demorarnos más en los detalles, como ese arcoíris delante del Pico Refugio mientras ascendíamos hacia el Brecha Negra y dejábamos el Refugio Jakob a nuestras espaldas. Pero empecemos por el principio.
Preparativos y primeras lecciones
Los cupos para el Curso de Montañismo en Nieve se agotaron en tres horas. Como en la edición previa, la instrucción estuvo en manos de Pedro Navarro y José Bonacalza, con el apoyo de Fernando y Alcides, de la Comisión de Montañismo del Club.
El desafío que nos planteaba el curso era un terreno nuevo —la nieve—, y un equipo técnico específico: crampones y piqueta de travesía. Por cierto, había que prestar especial atención a la ropa impermeable, porque el clima no resultaba muy alentador para la segunda jornada.
Se decidió tomar como campo base el Refugio San Martín. La idea para el primer día era llegar pronto al refugio para poder realizar algunas prácticas con crampones y piqueta, y, la jornada siguiente, encarar la cumbre del cerro Tres Reyes y descender desde allí, por la cara norte, si las condiciones climáticas lo permitían.
Tuvimos una clase teórica previa a la salida en la sede del Club, fundamental para entender todo lo relacionado con el equipo técnico. Repasamos pronóstico e itinerario. Calculamos tiempos y distancias. Pedro y José trajeron distintos tipos de crampones y de botas para que pudiéramos ver las alternativas y entender para qué sirve cada cosa, siempre en función del objetivo. Una de las conclusiones fue que muchos de nosotros no teníamos esas botas de media montaña —semirrígidas— para usar crampones automáticos y para mantener el pie seco, y tuvimos que atenernos a las consecuencias.
También aprendimos algunos conceptos básicos de nivología, entre ellos cómo incide la radiación solar en la transformación de la nieve. En la Patagonia —donde el sol sale por el este y se desplaza bajo por el norte hasta ocultarse por el oeste—, las orientaciones de las laderas y la acción del viento modela el terreno de una manera específica. La cara este recibe los primeros rayos de sol, pero como el aire aún está frío, la transformación que sufre la nieve es moderada. La cara norte, en cambio, es la más expuesta a la radiación en el hemisferio sur: recibe sol durante casi toda la jornada, por lo que es la que más se transforma; allí la nieve se humedece, pierde consistencia y puede volverse inestable con rapidez. La cara oeste recibe el sol de la tarde, cuando el aire ya está más caliente: eso genera transformaciones rápidas y superficiales, que pueden dar lugar a costras frágiles. La cara sur, en cambio, apenas recibe radiación directa. Es la más fría y estable: si amanece congelada, suele mantenerse así.
Además, el viento predominante en la zona sopla del oeste: por eso, las laderas sotavento —orientadas al este— tienden a acumular nieve transportada, lo que puede formar cornisas. Este tipo de detalles, que antes nos pasaban por alto, empezaron a volverse tímidamente parte del lenguaje. Y serían importantes para entender el terreno que nos esperaba.
Primera jornada: del refugio a la laguna
Nos encontramos en Tambo Báez a las 8.30. El objetivo era llegar temprano al refugio para poder hacer las prácticas técnicas con luz. Se caminó a buen ritmo, sin paradas largas. A tan buen ritmo que, a algunos, nos costó.
Hicimos una primera parada técnica cerca del puente, frente al cerro Tres Reyes, para observar el terreno por donde teníamos pensado volver al día siguiente. Tomamos una foto de referencia y tratamos de identificar el sendero e imaginar por dónde caminaríamos, evitando lengas y cañas colihue. Comprobaríamos al día siguiente que no era fácil esquivar algunos escollos. Además de cerrar los ojos y apuntar al norte (bastante sincronizados), tratamos de identificar las caras de los cerros y las caras con nieve.
Después de contar dieciocho vueltas de caracol, y tras un tramo de nieve dura y traicionera, llegamos al refugio sobre las 13. El día estaba hermoso, pero frío, y en una hora marchábamos, así que no hubo mucho tiempo para relajarse. A las 14 salimos en dirección a la laguna de los Témpanos con piqueta, crampones, polainas, casco y un mate, en caso de que hubiera tiempo para algo calentito. Ah, y la linterna.
Durante el trayecto, hicimos un alto en el camino para colocarnos los crampones. No recibimos demasiadas instrucciones sobre cómo caminar con ellos, para que exploráramos cómo se sentía llevar esos dientes metálicos enganchados a las botas. Después de una suave pendiente nevada, vimos asomarse la laguna: bella, imponente… y congelada. Y qué alegría que el hielo fuera lo bastante grueso como para atravesarla. Al principio, con prudencia, conservando entre nosotros una distancia de cuatro metros; después, un poco más confiados y eufóricos, incluso nos sacamos una apretada foto grupal.
Pero, por más fotos que quisiéramos tomar, no hubo demasiado tiempo para distracciones. Muy pronto comenzaron las prácticas de autodetención y uso de crampones. Pedro nos mostró algunas técnicas. Primero, subir con los pies abiertos, como pato. Para no cansar los gemelos, si la pendiente lo permite, se puede cambiar de estrategia y caminar en diagonal. Con el pie a monte indicando la dirección a la que quiero ir, y el pie a valle ligeramente abierto, que nos da seguridad, con la piqueta del lado correspondiente, y con la mano libre colocada con elegancia en la cintura, esto parecía un paso de baile. También nos mostraron el ascenso en pendientes muy pronunciadas usando las puntas frontales. Y quien no tenía una bota semirrígida, quizá sufrió un poco. José nos mostró la posición de descanso, con los dos pies hacia monte en forma de V. Y lo más divertido (al menos para algunos): la autodetención con piqueta. Hubo quienes no desaprovechamos la oportunidad para probarlo varias veces simulando distintos tipos de caídas y resbalones.
Para cerrar las prácticas, antes de la foto grupal, bajamos una pendiente pronunciada, tanto de espaldas como de frente, hasta llegar a la laguna, donde nos reagrupamos para el regreso. La luna era una pequeña silueta en el cielo. Se hacía de noche y prendimos las linternas para encontrar el camino. En el refugio organizamos una copiosa picada en donde cada quien puso de lo suyo. Esta vez no faltó vino. Se brindó, agradecimos la jornada con una sopa que nos calentó el cuerpo y el corazón. Y nos fuimos a dormir felices. Agotados. Hubo quien durmió más, quien menos. Hubo ronquidos. Pero esas son otras historias. Al día siguiente nos esperaba una larga jornada. Nos habían dado cita a las 8. Había que descansar.
Segunda jornada: autonomía, nubes bajas y desafío
El grupo estuvo listo y pronto en la puerta del refugio a las 8.10. Pedro y José nos dieron la noticia de que no iban a liderar la marcha. Teníamos que dividirnos en grupos de cuatro y movernos en formato «célula». Con Sofi y Emi bautizamos a la nuestra «Los Cóndores». Había célula Pudú, célula Vale Todo… La consigna era que cada grupo fuera autónomo y tomara sus propias —y, en lo posible, fundadas— decisiones, y se mantuviera unido a lo largo del trayecto. Dentro de cada célula, el rol de líder era rotativo, cada uno asumiendo una función y responsabilidad. Emilia comenzó liderando la nuestra, y nos fuimos rotando para abrir huella y descansar.
Ascendimos casi hasta el paso del cerro Brecha Negra, donde cambiamos de rumbo, bordeando un filo hasta encontrar un paso para descender por una cara con bastante nieve y ascender nuevamente al filo del Tres Reyes. La nieve era blanda y fácil de transitar. No hubo necesidad de crampones. En el punto más bajo de nuestro descenso, encontramos un pequeño pino solitario. Nos reagrupamos allí y almorzamos antes de encarar la cumbre del Tres Reyes.
Fuimos ascendiendo lentamente para subir al filo y luego a la cumbre. Justo antes de llegar, el viento infló los cubremochilas, provocando algún tropiezo y desacelerando la marcha. Las nubes bajas cruzaban el filo. Faltaba poco, y costó, pero cada paso valió la pena. Hubo fotos en la cumbre como si se tratara del Himalaya, y risas y festejos antes del descenso: mil metros de desnivel, con las piernas cada vez más cansadas, por pedreros que requerían paciencia y máxima atención.
En uno de estos pedreros con nieve y piedra suelta, una de nuestras compañeras dio un paso en falso. La secuencia fue tan rápida que muchos ni la registraron. Para mí —quien toma la palabra es Josefina— fue instintivo: una compañera venía cayendo y pude lanzarme y atajarla sobre un machón de nieve justo antes de que se hiciera daño. Fernando asistiendo también, muy rápido. Por suerte, fue una caída sin lesiones.
La técnica de descender un pedrero de piedra suelta en grupos compactos «en forma de avalancha» fue una experiencia nueva, que nos sacó muchas risas. Ya sobre un terreno un poco más firme, la misión era encontrar el lomo por el que descender. La dirección transcurría en forma transversal sobre un bosque de lengas. Quizá bajamos demasiado. No encontramos el paso y nos vimos obligados a subir, con una exigencia mucho mayor, entre ráfagas de viento que algunos estimaron de unos 70 km por hora, que nos tiraban abajo. Fue duro, pero nadie se quejó.
Lluvia, bosque y voluntad
Cuando encontramos el bendito lomo, la marcha se fue acelerando. La tormenta nos pisaba los talones: lluvia, viento, frío. No sentíamos los pies, teníamos mucha agua en las botas, pero no quedaba otra que moverse. No éramos las únicas que teníamos las camperas pesadas, completamente mojadas, pero íbamos con pura decisión al frente.
Todavía quedaba una última aventura: encontrar el sendero que bordeaba/atravesaba unas piedras, y era el lugar por donde conectaríamos con el sendero oficial de regreso a Tambo Báez. Pedro tomó la delantera. Era crucial no equivocarse. De lo contrario, hubiésemos tenido que ir campo traviesa sobre lengas, ñires y caña. Y un poco fuimos sobre lengas, ñires y caña, con mucha voluntad y bajo una lluvia tupida. Emilia sonreía, y eso era una buena señal. Su energía contagiosa nos empujaba a seguir adelante.
Estábamos tan cerca… ¡y tan lejos! Hubo momentos de dudas, de avanzar, mirar, retroceder, retomar, seguir. Hasta que por fin apareció una senda tan pisada que parecía una autopista. Habíamos conectado con el sendero oficial. Aunque faltaban muchos kilómetros, festejamos como si lo hubiésemos logrado.
Charcos, ositos ácidos y aprendizajes
De esta última parte de la jornada, solo decir que ya no esquivábamos ni los charcos ni el barro. Ni nos quitamos los guantes, porque mejor mojados y calentitos, que manos mojadas y frías. Las botas que parecían peceras, y caminábamos al ritmo de flop flop flop. Sofía nos levantó el ánimo con unos ositos súper ácidos, y Pedro nos propuso el juego de “lo mejor, lo peor, lo que aprendí”, para ir pasando el rato bajo la lluvia.
Para algunos, lo peor fue el viento o la lluvia, o no haberse puesto el cubrepantalón en el momento justo. Para otros, no estar lo suficientemente entrenados para disfrutar más de la travesía. Pero todos coincidimos en que aprendimos mucho sobre el equipo, el terreno, y en qué momento usar cada cosa.
Josefina dice de una manera muy bella que «lo que nos pasa en la vida, nos atraviesa en la montaña». Por mi parte, creo que el aprendizaje ocurre en muchas capas o niveles, y a veces ni nos damos cuenta.
Gracias a quienes compartieron el camino, el esfuerzo, las risas, las dudas, la lluvia y la alegría. Parafraseando a Walter Bonatti, las cumbres no se alcanzan solo con las piernas, sino con el corazón.
Gracias a Pedro y a José: no solo por la impresionante solidez técnica, sino por su enorme calidez humana, y por hacernos sentir seguros y confiados como grupo en cada momento. Y, por supuesto, a Fernando y a Alcides, que daban su apoyo silencioso y oportuno. Un reconocimiento especial a ellos por estar empujando con tanta energía y éxito estas actividades.
Este testimonio fue escrito a cuatro manos por Josefina López Llovet y Victoria Riobó, tras participar del Curso de Montañismo en Nieve 2025 organizado por el Club Andino Bariloche.